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En memoria de María Antònia Aragay y de Esperanza Bautista

Se ha intensificado el frío después de esta Navidad de 2016. Parece que el viento y el hielo acompañen la tristeza con la que nos hemos quedado después de la muerte de Esperanza, justo antes de Navidad, y de María Antònia, en los albores del Año Nuevo. Nos han dejado dos mujeres que han sido testimonios de fe y creadoras de comunidad eclesial. Las dos han sido mujeres luchadoras y feministas comprometidas desde la lucidez de haber encarnado en sus vidas y en su hacer, el mensaje liberador y subversivo del Evangelio.

Posiblemente ambas vivieron con ilusión los cambios profundos del paso del franquismo a la democracia y la explosión del movimiento feminista de los años 70 que supusieron, tanto en Cataluña como en el estado español, el desacomplejamiento de las mujeres para exigir lo que creían justo: formación, igualdad y políticas en favor de las mujeres, y leyes que no las marginasen ni criminalizasen en caso de separación o divorcio, en caso de tener que abortar, o a causa de quedarse con la patria y potestad de los hijos. María Antonia, como Esperanza, hicieron de su vida una defensa de la libertad de todas las mujeres y se empeñaron en el compromiso por reivindicar un trato igualitario en cualquier ámbito social, político y religioso. El mérito de ambas mujeres es el de haberse mantenido fieles a esta causa incluso en tiempos de “democracia”, y haber luchado por la dignidad y la plenitud de las mujeres en la comunidad eclesial y teológica.


Incluso en el contexto actual, de agotamiento de discursos y políticas que dejen vislumbrar los cambios sociales, económicos y políticos necesarios, hemos podido disfrutar de la voz y de la presencia de estas dos mujeres esperanzadas. Y quiero decir “esperanzadas”, no como a veces se invalida este concepto y se le atribuye el sentido de “persona ilusa”, de alguien que no toca de pies al suelo. Al contrario, “esperanzadas” en el sentido profundo y subversivo de aquellas que, desde la humildad de reconocerse en camino al lado de los demás, “tienen confianza” en la capacidad que tenemos como personas de realizar un gesto nuevo, de crear alguna cosa nueva, de actuar de una manera diferente y posibilitar espacios de crecimiento para los demás. Por ello quiero recordar a María Antònia y a Esperanza como dos “resistentes”. Porque la perseverancia, la acción y el compromiso para alcanzar los objetivos de más libertad, más dignidad y más reconocimiento para las mujeres en todos los ámbitos, es confiar y trabajar para poner en entredicho las normas y las costumbres injustas allí donde imperen.


María Antonia Aragay era una mujer alegre, acogedora, resolutiva y práctica. De gesto nervioso, menuda, de verbo agudo e ironía fina, sabía sacar punta a cualquier comentario o anécdota cotidiana que revelase la más mínima sombra de lo que llamamos “micromachismos”. ¡Ni uno dejaba pasar! Mujer de ideas claras, ilusionada por transformar la realidad con su clarividente tozudez. Mujer de aquellas que se llaman “fuertes”; encantada con su trabajo de educar a hijos, nietos y biznietos, orgullosa de su gran familia. Cristiana convencida que fue consciente de la discriminación que sufrían las mujeres no solo en la sociedad sino también en la Iglesia, que no dudó ni un ápice en sumarse al proyecto que culminó con la fundación del Col·lectiu de Dones en l’Església, en el año 1986. Continuó trabajando en su barrio (¡hasta enseñó a coser!), y trabajaba en su parroquia porque sentía el compromiso y la responsabilidad de hacer Iglesia, pero también porque era necesario que una mujer valiente continuase proclamando, con buena dicción, las lecturas de los textos bíblicos desde el ambón. Y, si la dejaban, sabía hacer una buena homilía actualizando el sentido del texto, y así nos lo enseñó a nosotras. De ella aprendimos hermenéutica feminista desde su propia vida y de sus comentarios lúcidos e irónicos, siempre glosando con acierto incisivo el núcleo del texto, directa a lo que es esencial. Cosa que sabía expresar con aquella naturalidad propia de las que viven y rezan en consonancia con el Espíritu. Tu adiós, María Antonia, ha sido un momento de encuentro de amigos y de la gran familia, un canto feliz a la vida dada por los demás.


Esperanza Bautista fue animadora y fundadora de la ATE y una teóloga feminista comprometida en el ámbito eclesial y académico. La conocí hace pocos años, pero era de aquellas personas que impactan y no pasan desapercibidas. A raíz de la organización del encuentro internacional de la Asociación Europea de Mujeres para la Investigación Teológica (ESWTR) en Salamanca, agosto del 2011, compartimos un año de intenso trabajo; hubo momentos agradables y sorprendentes, pero en los que no faltaron los problemas. Con pocos recursos y menos tiempo, intentamos que las teólogas y académicas profesionales de Europa conociesen el trabajo de los grupos feministas de base de las distintas Comunidades de España. El encuentro fue un éxito de convocatoria, convivencia y mutuo descubrimiento.


Esperanza era mujer de una fuerte personalidad que dulcificaba con una sonrisa clara. Recurría al humor como un antídoto ante la impotencia y la absurdidad; su voz ronca y fuerte le confería una autoridad que se acentuaba con una argumentación brillante y decidida ante aquello que consideraba evidente y justo. Abogada de profesión, estudió teología en la facultad de Comillas, desde donde abrió paso a otras mujeres para que pudiesen enseñar y hacer teología feminista en otras universidades católicas del país. En su primera publicación, descubría el papel activo y decisivo de las mujeres en los primeros siglos del cristianismo. Creo que estaba convencida de que las mujeres del siglo I, casadas, jóvenes o viudas, apoyaron al movimiento itinerante y misionero; las que abrieron las puertas de su casa para convertirlas en iglesias domésticas, donde cualquier persona congregada allí en nombre de Cristo era tratada con amor. Y así inspiraba el compromiso y la manera de actuar de todas las mujeres de su momento contemporáneo que debían construir una Iglesia justa y auténticamente evangélica. El día 21 de enero pudimos celebrar la vida de Esperanza en la capilla del colegio de los Salesianos, en el centro de Madrid. Allí nos encontramos familia, antiguos compañeros de trabajo, amistades y compañeras de la ATE, llegadas desde Andalucía, País Vasco, Valencia y Cataluña. El texto del sepulcro vacío de la Magdalena nos invita a dejarte ir, Esperanza, con el Dios-Padre-Amor y con Ignacio y los tuyos. Y te rogamos que nos prepares un lugar como el que nos has dejado aquí, para seguir creando lazos de solidaridad y complicidad en nombre del amor y de la justicia.


No me queda más que estar agradecida por vuestro testimonio. A ti, María Antonia, por haberme enseñado a rezar, a celebrar, a proclamar la palabra y a perder el miedo por interpretarla. A ti, Esperanza, te debemos el espacio ganado para las voces de las mujeres en la academia, en la tarea de hacer teología y en los encuentros con teólogas protestantes y católicas europeas. Estos nuevos horizontes nos han impulsado a escribir y a publicar; nos han permitido organizar encuentros y congresos para compartir vida y descubrimientos. Gracias por estos espacios de libertad. Vuestra visión nos da fuerza y esperanza para seguir adelante. Os aseguro que vivimos ya en la normalidad en la que las mujeres podemos hacer exégesis y hermenéutica de los textos bíblicos; podemos estudiar la Palabra, predicarla, celebrarla, acompañar procesos de acompañamiento personal y de vocaciones; administrar sacramentos, hacer de la comunidad eclesial una asamblea de creyentes libres, autónomas, sin resentimientos y dispuestas a ser Iglesia.


Algunos retos que nos depara la segunda década del siglo XXI deben enfocarse a fortalecer las comunidades eclesiales y a repensar cómo poner en juego los carismas propios de cada una. Será necesario cuestionar y desconfiar de la pretendida “ideologización” de género que la institución eclesial, y algunos movimientos más conservadores, intentan acusar al movimiento feminista y a todo lo que se ha conseguido hasta ahora en la Iglesia respecto al papel y la misión de las mujeres. En memoria vuestra, amigas, nos comprometemos de nuevo, a pesar de este frío invierno, a ampliar las oportunidades de ser y de vivir de las mujeres; a seguir reivindicando la libertad de todas para llegar a ser ciudadanas conscientes y cristianas comprometidas para hacer aquello a lo que estamos llamadas. Sin límites ni restricciones, solo fieles al Espíritu y a hacer presente la Palabra con nuestro gesto; contentas de haber recibido el testimonio de las que nos han precedido y de las que vendrán.

Neus Forcano Aparicio

Barcelona, 21 de enero, 2017

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